Ya había viajado a Cusco... Sí... Lo había hecho muchos años atrás con Ernesto, en Los ríos profundos, de la mano de la prosa poética de José María Arguedas... Y había disfrutado esa experiencia con una profundidad que me marcó.
"Mi padre me había hablado de su ciudad nativa, de los palacios y templos, y de las plazas, durante los viajes que hicimos, cruzando el Perú de los Andes, de oriente a occidente y de sur a norte. Yo había crecido con esos viajes."
Y yo también había crecido con esa lectura. Y mi pasión por las culturas precolombinas había aumentado. Y cuando, ahora, tuve la oportunidad de viajar a Perú, amé y disfruté cada minuto previo y cada segundo en esa tierra hermosa.
"Pasamos la calle; cruzamos otra, muy ancha, recorrimos una calle angosta. Y vimos las cúpulas de la catedral. Desembocamos en la Plaza de Armas. Mi padre me llevaba del brazo. Aparecieron los portales de arcos blancos. Nosotros estábamos a la sombra del templo. (...)
Cruzamos de regreso el atrio; bajamos las gradas y entramos al parque. -Fue la plaza de celebraciones de los incas- dijo mi padre-. Mírala bien, hijo. No es cuadrada, sino larga, de sur a norte.
La iglesia de la Compañía, y la ancha catedral, ambas con una fila de pequeños arcos que continuaban la línea de muros, nos rodeaban.
La catedral enfrente y el templo de los jesuitas a un costado. ¿A dónde ir? Deseaba arrodillarme."
"Corrí a ver el muro. Formaba esquina. Avanzaba a lo largo de una calle y continuaba en otra angosta y más oscura, que olía a orines. Esa angosta calle escalaba la ladera. Caminé frente al muro, piedra tras piedra. Me alejaba unos pasos, lo contemplaba y volvía a acercarme. Toqué las piedras con mis manos; seguí la línea ondulante, imprevisible, como la de los ríos, en que se juntan los bloques de roca. En la oscura calle, en el silencio, el muro parecía vivo, sobre la palma de mis manos llameaba la juntura de las piedras que había tocado."
"(...) ¿Alguien vive en este palacio de Inca Roca?
-Desde la Conquista.
-¿Viven?
-¿No has visto los balcones?
La construcción colonial, suspendida sobre la muralla, tenía la apariencia de un segundo piso. Me había olvidado de ella.
En la calle angosta, la pared española blanqueada, no parecía servir sino para dar luz al muro.
-Papá -le dije-. Cada piedra habla. Esperemos un instante.
-No oiremos nada. No es que hablan. Estás confundido. Se trasladan a tu mente y desde allí te inquietan.
-Cada piedra es diferente. No están cortadas. Se están moviendo.
Me tomó del brazo.
-Dan la impresión de moverse porque son desiguales, más que las piedras de los campos. Es que los incas convertían en barro la piedra. Te lo dije muchas veces.
-Papá, parece que caminan, que se revuelven, y están quietas.
Abracé a mi padre. Apoyándome en su pecho contemplé nuevamente el muro. (...)
Me besó en la frente. Sus manos temblaban, pero tenían calor."
Esta experiencia de Ernesto fue también la mía.
Una experiencia espiritual de una intensidad tal que no me dejó infiderente. Gracias a esa lectura pude vivir y comprender la dimensión del Cusco, el Axis Mundi de los incas, el "ombligo del mundo", el lugar elegido por el Dios Sol para su pueblo.
Y pude ver y palpar y acariciar con mis manos (igual que Ernesto), con intensidad, el muro incaico de cientos de años y también sentí su fluir, su llamear, su vida.
Y pude ver el sincretismo religioso y cultural de los mundos aborigen y español, la simbiosis, la división...
Y pude sentir con intensidad el dolor de la destrucción, del aniquilamiento...
Y pude agradecer la riqueza del lenguaje y la espiritualidad que nos legaron.
Una mezcla de sensaciones y sentimientos con visos de eternidad, por sentirme transportada a un tiempo y a una dimensión tan profunda y sagrada como el alma humana.
Para mí, el Cusco, MachuPicchu, todo Perú, no fueron turismo...
Fueron un viaje espiritual...
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